Unas clases dónde se
impartan sentimientos en lugar de toda una sesión de conceptos y de
teoría...¿posible? ¿eficaz para potenciar la capacidad
cognoscitiva? O por el contrario ¿ineficaz e incoherente?
La educación emocional,
a pesar de ser un concepto que está referido al ámbito educativo
como un proceso de toda educación, permanente y continuo, escasea
de toda aplicación práctica en las aulas.
“ Dicha educación
pretende potenciar el desarrollo de las competencias emocionales como
elemento esencial del desarrollo humano, con objeto de capacitarle
para la vida y con la finalidad de aumentar el bienestar personal y
social” (Bisquerra, 2000)
Si es
así... ¿por qué no aplicarlo?
Un
ejemplo, de los pocos que se pueden observar, es el del gran maestro
Toshiro Kanamori, quien lleva a cabo una educación ejemplar: educa a
los niños mediante la empatía, desde un ambiente donde predomine un
respeto entre los niños. Se da pues una educación emocional.
Llevando
a cabo una “pedagogia para ser feliz”, la pregunta que nos
realizaríamos sería la siguiente:
imaginando
que la educación emocional se fuera haciendo más y más patente en
las aulas, ¿los padres aceptarían que sus hijos fueran educados
para ser felices? Es decir, ¿se conformarían al saber que a sus
hijos se les están impartiendo clases donde se fomente respeto y
emociones y no únicamente lo “necesario” como són materias y
teorías complejas?
Pero
el problema está en la concepción de infravalor que las emociones
tienen en el ámbito educativo, como si no fueran necesarias,
destacando así la educación bancaria propiamente de Freire, siendo
pues los alumnos unos sujetos ligados a las materias y al profesor,
una educación cuadriculada que fomenta pues esos alumnos
encasillados a intereses sociales.
Deberíamos
replantearnos la importancia desde bien pequeños de una educación
donde se fomenten las emociones. Tal
vez esta falta de educación justifica ciertos comportamientos en los
adultos.
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